HAMBRE
Se aloja en mí como un dolor que aprendió a acomodarse.
En mis sueños de grandeza, ahora incluyo un pabellón.
Mientras recibo un Óscar sueño que como sushi,
mientras me publican un libro se fija mi mente en la mesa de
pasapalos.
Todo lo culináriamente nimio, ahora es una grandeza que
imagino.
Me molesta tener hambre;
tres veces al día es la regla
y protesta mi imposibilidad de cumplirla.
Si pasan más de dos días le digo al cuerpo que se espere;
que ayer comimos arroz con fe, que debería aguantar.
Pasta, queso, torta. Todo es inalcanzable;
mendicidad de la clase media.
Tener dónde dormir y esconder tu miseria
en un apartamento promedio.
Tengo hambre, mucha hambre.
Mientras escribo el verso, la hoja es de leche condensada;
las palabras son chispas de chocolate.
Y no se sacia, no se puede.
Es la venganza de un país ingenuo
y una población inconsciente.
Arepa, azúcar, café, todo es inalcanzable.
El dolor de cabeza es cómplice del malestar,
disgrego los síntomas con chistes y música acelerada.
Tengo hambre, mucha hambre.
Los precios son molinos de viento que soplan ácido en los
ojos,
“cuánto cuesta” es el vértigo de saber que esta semana
también perderé.
Escribo para no concentrarme en el ardor,
quema el estómago y el futuro.
A veces no puedo pensar muy bien
y, cuando una ráfaga de luz financiera llega a mis
bolsillos,
vuelvo victoriosa a la hoja que a veces es solo hoja; y a
veces es leche.
Tengo meses con hambre,
mi estómago es un músculo triste.
Un hijo que sufre en las llamas de sus propios jugos
gástricos.
Un hijo que no entiende por qué la tortura.
Un hijo que me incomoda,
que me pesa, que me ruge y que quiero abandonar
para no escuchar su llanto;
mientras le pongo agua porque se incendia.
Lo siento, hijo estómago;
te juro que intento luchar,
pero meter en una misma oración:
artista, independencia, Venezuela y pasaporte vencido;
te deja así, como estás:
arrancándome la masa corporal que ya no tengo,
llorando de crujidos por las noches,
gritándome con ácidos que vas muriendo,
que poco a poco ya no puedes.
Lo siento, hijo estómago;
mira que te he escrito un verso,
un verso sopa, un verso pabellón,
un verso asado, un verso cerveza,
donas y cotufas.
¡Hay que escribir, hijo mío!
Hay que escribir para no morirse
y despistar el mareo, el dolor de cabeza
y la terrible falta de dignidad,
mientras viene la balsa llamada democracia.
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