DE VISITA AL NIDO
Son las tres de la mañana, estoy ebria, volví a casa de mi
mamá
y ella está como siempre, desconectada.
Revisando cuando llegué,
si había dejado algo desordenado.
No notó el inmenso desastre de mis lágrimas;
mi rostro no es la cocina.
En el fondo, no hay nido, no hay calor real,
pero necesitaba este asilo que no es.
Este quedarte en ese algo que esta partido;
pero al menos perteneces.
La libertad últimamente es una paradoja.
Me siento el niño de la calle que busca la calle,
ese callejón sin fronteras y lleno de peligro que entendió
su casa
y no pudo, por muy adoptado que fuera, entenderse posible.
No quiero otra madre, ni otros árboles, ni otros gritos.
Me prefiero sola y, en el peor de los casos,
me prefiero en la calle de mi madre loca, de mi madre mala.
Ahí, dormida y desconectada, muy cerquita y muy lejos de mí.
No quiero en realidad que nadie suplante sus arrugas,
su maltrato, su olvido.
Es un síndrome de Estocolmo tan hermoso,
que no quiero salir de la sala,
de su sala que es guarida fría... pero conocida.
No quiero que amanezca, no quiero.
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