LA UNIVERSITARIA
Entro al vagón del metro, pensando que mi desayuno fue más
pequeño que mi estómago, me sostengo del tubo y miro a mí alrededor. En el
medio hay un mendigo llorando, hincado, pidiendo, suplicando comida; un
silencio nos contiene a todos, quizás todos estamos igual pero no nos
arrodillamos, simplemente nos sostenemos del tubo. El silencio colectivo
continúa mientras el mendigo sigue suplicando arrodillado, una joven que tenía
toda la pinta de universitaria lo mira como ninguno se atreve a mirarlo, saca
de su bolso su pote de comida y le dice “Chamo sabes que, llévatelo, comételo
tú”. El silencio se convirtió en admiración, se quedó sin almuerzo, la
universitaria se quedó sin almuerzo, nadie quería mirar, la compasión nos
sorprendió a todos. El mendigo agarra el pote de comida lo revisa y le dice:
"No chama, yo no como vegetales, prefiero revisar la basura pero yo no
como vegetales".
¿En serio? Esa fue la pregunta iracunda que todos nos
hicimos y luego de que no podíamos mirarlo, todos fuimos con nuestros ojos
indignados hacia él. Lo miramos como se miran las injusticias. Un hombre negro
y alto que estaba de un lado de la puerta sentencio: "O te sales del vagón
o te entro a coñazos” y el mendigo repetía: “Pero si yo no como vegetales” y un
susurro que iba en aumento aprobaba su desalojo: “Sí, que se salga”, “qué bolas
tiene éste”, “con hambre uno come lo que sea”, “señora, eso no era hambre, era
para la droga”. La universitaria piadosa no quería ser vista, bajó la cara, de
repente la vergüenza se mudó a su rostro y se sostuvo del tubo y de su morral,
un morral ahora más vacío y sin almuerzo. Quizás ella iba a la universidad,
pero ya en el metro había aprendido algo: la piedad hay que saber
administrarla.
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