6 MESES Y UN ADIOS
JULIO-ASILO
Según fuente de ACNUR: “La figura del asilo se refiere a una práctica mediante la cual un Estado garantiza
la protección, el amparo y la asistencia de aquellas personas que han huido de su país de origen por diversas razones, generalmente relacionadas con la violación de uno o varios de sus derechos fundamentales.
Aunque suele asociarse al plano netamente político, en realidad se trata de un recurso más amplio, que también
engloba a quienes sufren persecución por su raza, religión, nacionalidad, pertenecer a un determinado grupo social o por sus opiniones políticas.
La petición de asilo se realiza a un segundo o tercer país que ofrezca las garantías de seguridad y protección
que el Estado del que procede el solicitante no está en condiciones de brindar. Generalmente, este país realiza un estudio pormenorizado de la solicitud y, al final del proceso, emite un veredicto positivo o
negativo”.
Una cosa es buscar estas definiciones en Internet y otra empezar a formar a parte de ellas. Después de un intento fallido de matrimonio arreglado me quedaban dos opciones: mantenerme
irregular por tres años o pedir asilo. La opción de permanecer irregular es, entre todos los caminos incómodos, el más incómodo; porque vives con el vértigo de que te armen un expediente
y te deporten. Si bien para llegar a la deportación necesitas tres amonestaciones o estar directamente vinculado con hechos delictivos, vivir a la sombra, evitando policías y siendo invisible para una gran cantidad
de cosas me parece totalmente desesperante.
Lo cierto es que me asesoré, de la mano de una fundación LGBTI caminé hacia la única opción posible, la solicitud de asilo. Es un proceso tan lento como
si estuviera los tres años en condición de irregular y luego pidiese el arraigo, pero que conlleva a una serie de tarjetas que vas renovando y con alguna de ellas puedes trabajar.
Estos procedimientos y procesos me llevan a darme cuenta, que más allá del “marica pide asilo y di” que pulula entre los venezolanos que se toman el tiempo de asesorarme
y la particularidad de que más de uno me haya dicho que tenía que exagerar mi situación diciendo que tenía miedo a morir o a ser perseguida… indagando de la mano de la fundación sobre
los términos correctos para que mi caso lo tomen a lugar, noté que no hay nada que exagerar. No tengo forma de mentir. Es cierto: yo estoy buscando ayuda, en Venezuela puedo morir y me vine a España en
busca de un refugio.
Pero las imágenes de esas palabras se suelen asociar con los inmigrantes de Nigeria o Marruecos, que entran en lanchas por las fronteras españolas. Lamentablemente los venezolanos
hemos superado en cifras a esta forma de inmigración irregular.
Quizás la forma de venirme (en avión) no fue tan extrema como arrojarme a mar abierto, pero mis bolsillos venían igual de ahogados y las medicinas que tomo a diario
para poder dormir (recetadas por mi psiquiatra en Venezuela) ya no se conseguían; provocándome un síndrome de abstinencia que no se lo deseo ni a Nicolás Maduro (bueno, mentira, a él sí).
Después de asesorarme fui al centro de asilo y pedí la cita, la fecha me la dieron para el 14 de agosto. Mientras tanto, fui a COGAM, una fundación GLBTI donde tuve el placer de recitar mi poesía en un concierto de un amigo, pero tenía esta vez que tocar la puerta para estar ahí. Fui
a finales de julio, me metí en todos los grupos de voluntariados que estaban acordes a mis habilidades: teatro, conversatorios, escritura, charlas sobre la sexo diversidad en las escuelas, pero todo quedaba para septiembre.
Lo mismo me ocurrió con los trabajos, en la plaza seguíamos trabajando por reserva y una entrevista para limpiar la casa de una pareja joven también me espera en septiembre, una labor que la verdad no
me gustaría hacer y detesto profundamente cuando me dicen que “el trabajo dignifica”. Trabajar limpiando, o cuidando ancianos, o paseando perros, no me dignifica en nada; no me da respeto en nada, la verdad
solo me confirma que hay un sistema vorazmente excluyente para algunas cosas y que esos trabajos que nadie quiere hacer son los únicos disponibles. Me parece un soberano mojón mental que nos digamos eso para
no admitir que es una mierda pasar por eso, y me perdonan el discurso escatológico, pero es verdad.
Si termina siendo ese mi próximo trabajo, no me quedará de otra, pero detesto que me vengan a decir que dignifica, que “es lo que hay”, que “hay que echarle
bolas”. Si tengo que hacerlo lo hago, pero no lo voy a celebrar ni le pondré adjetivos bonitos. Las cosas como son, es una mierda limpiar la mierda de otro cuando no te preparaste para ello y bueno, no te gusta.
Tampoco reclamo las políticas españolas, sé que parece contradictorio, pero siento que si yo vengo y me meto en un apartamento que no es mío porque en mi casa
mi mamá me mata de hambre; es natural que haya resistencia, que no haya un puesto para mí y que de todas todas si no colaboro económicamente debo al menos fregar los platos. Me encantaría que en
ese apartamento me tomasen en cuenta de forma directa con mis habilidades y mi profesión; pero me lo debo ganar, porque ni es mi apartamento, ni están obligados abrirme la puerta solo porque mi abuela si se las
abrió.
Lo cierto es que mi colaboración a la fundación, mis entrevistas de trabajo, los recitales y el teatro, todo quedó suspendido para septiembre. Agosto es un eterno domingo
en Madrid, una soledad calurosa por las calles, un “cerrado por vacaciones” en cada esquina. A mi velocidad y a mi ansiedad les costó entender que toda lucha por ahora debía detenerse, pero avancé
en esas cositas de aceptar mi situación modo «Solicitante de Asilo» .
AGOSTO- LOS AMIGOS DE VERDAD… Y LA SUERTE
Si bien es cierto que, mi situación está al límite, porque estoy en modo “no tengo dinero ni nada que dar y lo último que tengo es amor para dar”,
también es cierto que dos grandes bendiciones me vienen ayudando en el tiempo: mis amigos y la suerte, sinceramente creo que soy una mujer con suerte. Siempre lo he sido.
El primero de agosto recibí un wasap de mi amigo A, me dijo “amiga, me voy de viaje con mi novio, si quieres te vienes
cinco días a mi casa, así tienes un poco de privacidad”. Me cayó de maravilla tan gentil detalle, no dudé en irme. Cuando llegué a su casa, que es un rincón maravilloso, no solo
me puso notitas por todos lados de cómo usar Netflix y dónde estaban las chucherías; si no que un mensaje en una pequeña pizarra me recordaba que me quería mucho. Después, como si
su generosidad no fuera extrema, me mandó otro wasap recordándome que podía tomar lo que quisiera de la nevera, que en las llaves también estaban las del acceso al gimnasio y 5 euros por si quería
ir a la piscina.
Mi amigo A es un amigo desde que teníamos 16 años, hemos cambiado mucho pero su corazón noble sigue intacto. Estuve en su casa esos cinco días, vi toda la serie
de Luis Miguel, no fui a la piscina porque no tenía traje baño, pero compré aguacate y helado. Mi soledad agradeció infinitamente el gesto, el amor, el cariño y las notitas que me decían
como poner Netflix desde la tableta y que se viera en la TV, una novedad vanguardista para mis ojos ignorantes de señora mayor que no entiende mucho el avance tecnológico.
Pero por si no me parecía una bendición maravillosa tener un amigo como A, que me prestara su casa, su gimnasio, su comida, y su Netflix, otra sorpresa se venía. Mi
amiga J, una amiga desde que estudiamos cuarto grado, y que en algún momento creí dolorosamente que la perdería, me invitó a Barcelona. Habían pasado cuatro años desde que la dejé
en un terminal en Madrid, ella había decidido quedarse en España, pero trasladarse a Barcelona porque era allá donde un amigo podía recibirla. Desde entonces nos manteníamos en contacto,
pero la distancia hace lo suyo, cada quien tenía distintos horarios y distintos problemas… sin embargo, la amistad y el amor que la sustenta se quedaron ahí, agazapados, como quien guarda una fortuna a
escondidas para algún día volver a abrirla. Y ese día llegó de nuevo, J me pagó el pasaje y todo estaba dispuesto para pasar cinco días más con una amiga entrañable.
El viaje fue en tren. Serían nueve largas horas hasta Barcelona, pero no me importaba, quería pasar por el debut romántico de ir en tren hasta una de las ciudades más hermosas del mundo.
Llegué puntual al terminal, al sentarme nos pidieron que desalojáramos (me sentí como en casa) que ese tren venia dañado y que el próximo se tardaría
como una hora en llegar, que subiéramos a esperar, y eso hice. A la media hora noté que no había nadie de los que vi cerca de mi vagón y me inquieté, así que pregunté en información
y resultó que 5 minutos después de yo haber subido cambiaron la instrucción y todos abordaron, menos cinco personas y yo. El tren me dejó, estaban buscando la forma de solucionarlo, pero no había
más trenes a Barcelona. Después de media hora decidieron que nos darían boletos para el Ave, el tren de alta velocidad y de lujo que te hace llegar a Barcelona en tres horas. Gracias Dios por ser obediente.
Me fui a Barcelona más tarde, pero llegue más temprano en un tren de lujo y yo a eso lo llamo suerte; o como dijo mi amiga: “¡Marica, qué leche tienes tú!”.
Pero esa leche, que no es semen porque el semen no me gusta, me acompaña desde niña. Recuerdo que una vez, estando yo en segundo año de bachillerato, teníamos
una situación económica difícil. Mi papá había muerto, había deudas y mi mamá estaba ahogada y desesperada y llorando me dijo: “Hija piénsate un número y
jugamos la lotería. Ve al cuarto y piensa a ver”, y yo hice caso. Abrí la puerta de mi cuarto, la cerré, me puse en el medio y miré el techo, tendría yo 12 años. Miré
el techo como si en él se encontrara el número. Esperé un tiempo y salí. “Mami, el 17” y mi mamá con fe y lo único que le quedaba, fue al kiosco con la urgencia puesta
en el 17… y efectivamente salió el 17, y con eso nos inscribimos en el liceo, nos compraron el uniforme y comimos en Arturo’s. La decisión de mi mamá de decirme a mí no fue aleatoria,
otra ráfaga de suerte me había pasado cuando tenía 6 o 7 años en Cumaná, acertando la lotería. En esas vacaciones me volví famosa en la cuadra “la niña que pega
los números”. Eso me valió la colección completa de Las Tortugas Ninja y tres carritos para jugar. Yo estaba feliz de semejante ráfaga premonitoria, por ello 6 años más tarde,
a punto de terminarse las vacaciones en situaciones extremas, mi mamá volvió a invocar mi ráfaga de suerte y esta se manifestó para salvarnos.
Esa suerte siempre me sigue, y cada cuanto quizás brota para cuidarme o ayudarme. En este agosto donde no se me ha muerto nadie y tampoco estoy en Cumaná, mi amiga me regaló
un pasaje en tren y mi suerte, un pasaje en un tren de lujo de alta velocidad. Dios sabe cuándo estoy apurada.
Cuando vi a mi amiga J, lloramos, reímos, nos abrazamos en un abrazo largo que tenía 1460 días esperando. Me presento sus hermosos cuatro gatos y a su novio, un vasco
noble que no dejó de ser amable conmigo. Volví a ver a su papá y a su hermano; me compró un colchón, ropa, traje de baño; se burló de mí, lloré junto a la Barceloneta
y el mar de noche; visité las playas de Calella, un pueblito hermoso ,y dije que si tenía una hija le pondría ese nombre: Calella; volvimos a los chistes crueles, a las carcajadas inmediatas; comí
en McDonald’s (amo el cuarto de libra de queso mediano con Nestea); me llevó a otro pueblito donde pienso envejecer, San Pol del Mar, un pueblito lleno de mar abierto, de casitas blancas y salitre; me emborraché
y lloré por mi morriña y nos dimos cuenta que estábamos cerca, que nos podíamos volver a ver, que ya los gatos no me asustaban y que no puedo dejarlos elegir las películas de Netflix porque
son más indecisos que una bisexual de veinte años.
El último día J y yo nos despertamos temprano, nos despedimos felices de sabernos cerca. Bajé puntual porque mi tren, que ya no era un ave de lujo, saldría a
las 9:03 y a las 9:03 bajé; pero este primer mundo me superó en puntualidad porque resulta que el tren cierra sus puertas dos segundos antes de la hora, y así fue. De nuevo me dejó el tren, pero
esta vez era mi culpa. Subí asustada, pregunté en atención al cliente. “Pues, si usted no ha estado puntual tendrá que pagar otro boleto. Pregunte allá si hay otro tren”, sentenció
el promotor. Fui, pregunté, escuché “hay otro en una hora, el costo es de 45 euros”, “pero yo no tengo 45 euros” dije con cara de refugiada (lo soy, estoy en proceso). “Bueno, déjeme
ver”, lo seguí mirando con ternura y me dijo “sin pagar nada hay uno a las 3 pm ¿está bien?”. ¡Claro que estaba bien!, pensé una vez más que Dios existe, es mujer y me
quiere mucho; siendo tan correctos me sorprendí que pudiesen darme una vacante, inmediatamente pasé a hacer check-in y me di cuenta de que el cupo otra vez era en el Ave.
Llegué a Madrid en el tren de
lujo, cortesía de mi suerte que quiso bendecirme en agosto. En mi maleta había dos pares de zapatos más, un traje de baño, varios shorts y camisas de verano patrocinados por la inmensa generosidad
de mi amiga J, y en mi corazón, un agradecimiento profundo por mis amigos y por mi suerte.
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