UN DÍA PARA DESCONECTAR
Julio
2022, Madrid
UN DÍA PARA DESCONECTAR
El
miércoles 20 de julio, por fin: Ana Alicia, Nathalia y yo pudimos, después de 4 años de conocernos
en Madrid, viajar juntas. Entre el trabajo, el dinero y el tiempo, era imposible
conjugar un viaje; pero ese miércoles atravesado
y disponible logramos quedar. Queríamos celebrar, entre otras cosas, que las tres estamos haciendo aquello que nos gusta y que
nuestros proyectos pensados de hace un
año ya se han venido materializando y han dado pequeños pero maravillosos pasos
de éxito. Era indispensable
celebrar la fiesta que significa que tu día sea como tú has elegido que sea.
Los Chorros del Cabriel eran la parada. Tanto Nathalia como Ana Alicia aman el
senderismo, los bosques, la naturaleza en general; por mi parte prefiero las
terrazas, los hoteles en las playas y me aterran los bichos. No me gusta
aventurarme a sudar o escalar, no lo veo divertido, pero al ver las fotos de
este paisaje con un río descaradamente hermoso acepté.
Las Chorreras del Cabriel es un río cristalino ubicado en Cuenca (a tres horas de Madrid), en la zona centro-este de España perteneciente a la comunidad autonómica de castilla de la mancha. Este espectáculo natural forma "pozas, cuevas, gargantas e incluso exhibe un edificio tobáceo cuaternario en el lecho de calizas jurásicas de gran interés geológico". Según la comunidad autonómica de Castilla de la Mancha, también se le considera "el cuarto sistema fluviolacustre cuaternario más importante de la península ibérica", y por ello fue declarado monumento natural el 18 de junio de 2019, un río virgen de cualquier actividad comercial que pudiese poner en peligro su belleza y su hábitat .
Llevé
crema para mosquitos, unos buenos zapatos deportivos y toda mi alegría. El
viaje empezó a las seis de la mañana. Nos fuimos en el coche de Ana Alicia,
Nathalia era el copiloto, yo parecía la hija pequeña cantando en el asiento de
atrás. Nos llevamos algo de comida e hicimos una parada para colocar gasolina, no sólo al coche, sino a nosotras con un café vespertino. Listas para continuar
el viaje arrancamos de nuevo. La carretera era una línea recta y a veces no
tanto, acompañada de girasoles, un hermoso paisaje amarillo con un playlist de
música variada que ambientaba el entusiasmo que trae viajar con buena compañía.
Cuando
llegamos al pueblo (Enguídanos) donde están ubicadas las chorreras, Google Maps
nos abandonó. No había mucha señal en los teléfonos, así que usamos ese viejo hábito
ancestral de preguntarle a los habitantes del pueblo dónde quedaba nuestra
parada.
Mientras
avanzábamos con el coche dejábamos atrás la urbanidad y el paisaje se llenaba
de árboles, tierra y un concierto de ruidos autóctonos de la zona. Llegamos al
parking y de ahí empezamos la ruta a pie para bañarnos en esas aguas cristalinas
y desconectar de los impuestos, las noticias y el calor de Madrid.
Nathalia
es precavida, es la que tiene un kit de protector solar, la que sabe qué hacer
y cuándo, cómo ponerse el bolso, cómo administrar los espacios, qué llevar y
qué no, ella caminaba tranquila y sin euforia; Ana Alicia por su parte estaba emocionada, como un niño abriendo los
regalos en navidad. Miraba los árboles como yo miro la tiendas de artículos
sexuales cuando están en descuentos, Ana
respiraba hondo y profundo para tragarse el perfume de los árboles y oxigenarse
el ánimo.
Yo
caminaba tensa, en mi cabeza neurótica y citadina he creado un pacto tácito con
los bichos, esa fauna de insectos peligrosos que tanto me asustan. El pacto
consiste en que si aparecen en mi cuarto o en mi hábitat tengo el derecho a
matarlos, pero si yo estoy en su territorio el derecho les corresponde a ellos.
Desconectar era imposible para mí, mientras seguíamos caminando me inquietaba
más y más. Definitivamente prefiero una piña colada en una playa paradisíaca
con el hotel cerca y con wifi, que caminar sobre selva húmeda... con ese temor irracional
a que los bichos me ataquen.
Entiendan
mi miedo, soy de ciudad, de vivir en apartamentos toda la vida. Nací en Caracas
y emigré a Madrid. Mis bichos son los semáforos, mis árboles son los edificios. Soy
endémica de la urbanidad, de las plazas, los ascensores y la inmediatez que te
proporciona la tecnología, pero… era nuestro viaje y había un río cristalino seduciendo mi
entusiasmo.
Mientras
caminábamos, yo iba en el medio. Ana Alicia era la guía entusiasta y alegre que revisaba
cada paso, se aseguraba de saber bien el camino; Nathalia vigilaba que yo
estuviese bien, comenzaba a cansarme, mi
fatiga pedía tiempo, el camino era una montaña empinada llena de obstáculos. Todo era incómodo, al menos para mí; sin embargo encontramos nuestra primera
parada, un pequeño pozo de agua limpia, hermosa, cristalina. Nos quedamos un
instante ahí contemplando la calma, el ritmo del río, el estoicismo de las
piedras, la complicidad de los árboles, tomamos fotos, tomamos agua y nos
mojamos de ese privilegio líquido para seguir en la hazaña de conocerlo todo.
La travesía dio sus frutos y llegamos a la
parte más alta del río Cabriel. Ahí, desesperadas por el calor, nos quitamos la
ropa y nos metimos en el agua (yo por
supuesto esperé a que una de ellas se metiera). Había demasiados árboles. Yo miraba todo
alrededor, Ana Alicia flotaba en su
éxtasis en medio del agua. Nathalia como un gato curioso revisaba las piedras,
el río y todo el paisaje. Yo estaba en alerta, nadé hasta el fondo, abrí los
ojos dentro del agua pero las raíces de
los árboles y sus ramas dentro me quitaban la vista, ¿y si hay un cocodrilo
escondido o un animal que no conozco? No
podía controlar mis pensamientos neuróticos, decidí salirme. Ana y Natalia insistieron
en que me quedara, pero me conozco, en ciertos escenarios donde no puedo
controlar no disfruto. Me dediqué a tomarles fotos y verlas nadar y
sonreír como niñas chiquitas.
Nos quedamos un rato allí. Comimos un espantoso pan con un jamón que prometía ser de pavo pero nos defraudó. Emprendimos el camino de vuelta, pero esta vez no por la montañas, sino por el mismo río; una decisión audaz pero maravillosa. Descubrimos todas las chorreras, pozos, cuevas, tabas y gente entre ellas. El recorrido debía ser cuidadoso porque estaba lleno de piedras y agua, pero con cautela y entusiasmo comenzamos la ruta. En cada pozo nos quedábamos un momento, disfrutábamos del agua, la administración espontánea de sus cauces con las piedras, documentamos con selfie nuestra alegría y de vez en cuando hacíamos silencio para buscar esa paz que brindan los escenarios naturales.
Justo en esa nueva ruta empecé a disfrutar el viaje, tenía un paneo y plano general del paisaje que me permitía predecir los pasos, seguir a la gente y mojar los pies sin miedo a un ataque, me relajé muchísimo. El agua me cansa el cuerpo y la mente, esa sensación me encanta y descubrir nuevos riachuelos, nuevas rutas y caminar entre el agua me pareció una maravillosa aventura.
Ya
casi a mitad del trayecto encontramos un pozo grande y cristalino como si
hubiésemos descubierto el paraíso, como esas imágenes de novela donde una hermosa
y joven mujer se quita la ropa, se baña en el río y es vista por su amante. Ese
cliché de película romántica o de porno sugerida o de los libros bíblicos donde
te prometen esos paisajes si no cometes ningún pecado.
El
agua era fría, Ana Alicia quería nadar hacia la cascada, una cascada que
teníamos de frente y que furiosa y blanca impedía que Ana llegase a ella, en su
insistencia entendimos esa frase de irse por las ramas, porque solo por
ahí y no de frente fue que lo logró. Llegando hasta la cascada y hasta la
piedra donde otros bañistas se arriesgaban a saltar. Ana Alicia y Nathalia coquetearon
con hacerlo pero desistieron, sentían que había demasiadas piedras y que no había
mucha profundidad. Yo me acerqué y no pensé igual, me dieron unas enormes ganas
de lanzarme, algo de mí tenía miedo pero
ya mi mente estaba excitada. Dudaba, medía, daba pasos y reculaba. Era una taquicardia entusiasta y peligrosa a
la que le hice caso y, con la locura y valentía que caracteriza mi inmaduro
carácter, me lancé.
Me sumergí en el agua y volví, estuvo cerca el
peligro, el remanso de piedras estaba a milímetros de mi espalda, pero
victoriosa nadé. Nos quedamos allí un rato más, nos tomamos fotos con nuestros
hermosos senos en libertad, divertidas, eufóricas celebrábamos mi hazaña y el
día. Volvimos a comer, esta vez, comimos mejillones, pero yo las llamo “vaginitas”
sí, soy gay.
Una
vez devoradas las pequeñas vaginitas continuamos la aventura. Ya eran las 4:30 de
la tarde, nos faltaba poco para terminar el recorrido de este protegido
monumento natural. Seguimos caminando y nos dimos cuenta de que llegamos al
principio, al primer riachuelo pero que esta vez estaba más crecido,
enarbolando su corriente, orgulloso de ser río. Como siempre, Ana Alicia fue la
primera en explorar las piedras y sentarse a contemplar. Nunca la había visto
tan feliz, nunca la había visto tan tranquila, su calma era contagiosa, nos
quedamos las dos mirando la última
cascada. Era como mirar desde un balcón de piedras un torrente de agua que alcanzaba con su furia blanca al menos cuatro metros de distancia.
Ana Alicia tomó fotos y videos y se fue a recoger
nuestras cosas. Nahtalia llegó detrás, para disfrutar su último chapuzón, diez
minutos después decidimos que ya era hora de irnos. No me quise ir nadando; me
encontré con dos caminos, uno muy pequeño lleno de matas donde no podría ver
dónde pisaba y otro más largo con una corriente que parecía amable y por ahí pisé
con fuerza, pero lo que encontré fue la fuerza de la corriente que de forma
súbita me llevó.
Pensé que solo me llevaría unas cuantas piedras,
pero no pude controlarlo, intenté agarrarme con fuerza, pero no lo logré. Iba
camino hacia la fuente, esa cascada que segundos antes contemplaba con calma se
volvió una amenaza. Por primera vez
sentí que podía morirme. De no poder
salirme de la corriente terminaría estrellada contra las piedras, cayendo a cuatro metros de distancia. Pensé en
mi hermana, en mi sobrina, en mi mamá recibiendo la noticia. Seguí insistiendo
en evitar caer pero, estrepitosamente domada, en segundos terminé lanzada por esos cuatro metros. La corriente me hundió, me costaba respirar,
me dolía mucho el abdomen. Como pude y luchando aún con la fuerza del agua salí
a la superficie. Me sostuve de una piedra con la mano derecha. Cuando intenté
sacar y mover la pierna y el brazo izquierdo, sentí el dolor más grande que he sentido en mi vida y eso que he tenido
piedra en los riñones, me han montado cacho, y emigré sola.
Grité como creo que nunca había gritado. No podía moverme, ya no podía seguir nadando. Estaba exhausta y aunque la corriente ya no era tan fuerte, cada movimiento del agua dolía. Vinieron dos chicos a ayudarme, era obvio que necesitaba ayuda, esa cascada no estaba dispuesta para que nadie se lanzase. Todos vieron mi recorrido y el pronóstico era aterrador. Los chicos me tomaron por los brazos e intentaron sacarme del agua, pero mi grito les advirtió que no lo hicieran. Sentía que algo se me estaba reventando por dentro, no podía mover la pierna izquierda, no podía mover el brazo izquierdo. Llegó otro chico a auxiliarme, me preguntaron mi nombre, yo estaba consciente, se los dije. Veía cómo me miraban la cara, estaba segura de que algo estaba mal y lo confirmé volteando a mi izquierda: había sangre, sangre en mi mano, en mi cadera, en la cara, en el río. Llegó Natalia asustada, preocupada, inquieta. Estaba muy cerca de mí cuando el río me llevó. Los chicos que me ayudaron eran venezolanos e intentaban dosificar la tragedia para calmarme.
"¿Qué tengo en la cara?", pregunté. "Tranquila son pequeños moretones, la sangre es escandalosa, todo va a salir bien, chama".
Llegó
una mujer, era una socorrista que estaba de vacaciones: “Hay que mantenerte
caliente, te puede dar un paro. No quiero tocarte porque sé que estás dolida,
pero creo que te fracturaste la cadera”, sentenció.
Volteé a mirarme la parte izquierda de la cadera y seguía sangrado y algo como una
especie de masa salía de la herida. Nathalia me sostenía, Ana Alicia estaba lejos
intentando llamar a emergencias, no solo ella, todos los que estaban presentes llamaron a emergencias. La socorrista, fatalista o brutalmente honesta, me puso una
venda en donde sangraba: “ Tengo miedo que te desangres” uno de los
venezolanos refutaba esperanzado: “Ella no se va a desangrar, todo estará
bien chama, tú no emigraste para joderte aquí. Tranquila chama... todo se va
a arreglar”
Pero
nada parecía arreglarse, el tiempo era espeso, me dolía todo, cada segundo era
una tortura. Trataba de mirar el cielo y los pinos que me procuraba el paisaje para
no mirar la sangre, para no mirar las heridas, para no escuchar lo peor, para
no pensar que podía quedar invalida, para no pensar en mi rostro, en la
tragedia bañándome; solo me quedaba esperar y en esa infernal espera un viento
fuerte sacudió los pinos, era un helicóptero. Venían por mí.
Llegaron
los bomberos, uno de ellos se presentó: “Karlina, me llamo Pedro, te voy a
pinchar para evitar el dolor, te sentirás mareada y será mi culpa”. Luego
vino un médico e inmediatamente empezó a auscultarme: “¿Te duele aquí, aquí
te duele?”. Le quité la mano de la parte izquierda, no lo dejaba seguir, dolía
mucho.
Comenzó el recorrido en camilla, cuatro
bomberos y dos voluntarios me sacaban del río por tierra, por las mismas
montañas que escalé. Esa era la ruta para poder llegar al helicóptero. Tenía
miedo de que me tumbaran, cada movimiento dolía horrores en la parte izquierda. Mientras me llevaban me daban ánimo: “Ya vamos a llegar, ya vamos a llegar”. Cada movimiento era el infierno, un dolor insoportable.
—¿Eres venezolana, verdad?— Me dijo Pedro mientras me terminaban de acomodar en el helicóptero y me ponían los auriculares.
—Sí, lo soy.
—Lo sé porque mi ex es venezolana, así que ya sé decir chévere, pana, y comer
arepas.
—Sí, vinimos a colonizarlos, Pedro. Pensé que había oro en el río, por eso me
lancé.
—Así que era por eso, ese oro ya no existe. Yo creo que tú lo que querías era
viajar en helicóptero. ¿A que nunca te habías montado en uno?
—Bueno, era un sueño, pero no me lo imaginé así...
Seguimos
haciendo chistes para mitigar la emergencia. El
viaje fue corto, solo miraba un cachito de cielo que se asomaba por la ventana,
en el aterrizaje me preparé: venía otra camilla. Al llegar a emergencias del Hospital Virgen de la Luz me sentí en un capítulo de ER. Un montón de médicos y enfermeras administraban mi cuerpo según sus funciones; una
me limpiaba la sangre, otra rompía mi
traje de baño, otra me inyectaba, otro
médico volvía auscultarme: “¿Duele aquí, duele aquí, aquí duele?”. Sí, dolía
cada vez que tocaban mi abdomen y mi brazo izquierdo era todo dolor.
En
el hiperactivo oficio sanitario hay profesionales
muy amables y otros que, curados por la cotidianidad y la rutina, olvidan que
somos más que un pedazo de carne. Había tanta gente administrando mi cuerpo que no sabía quién era quién, quién
era enfermera, médica, médico, celador. Cada quien hacía lo suyo en una parte
de las heridas mientras conversaban
sobre lo que habían almorzado o cuánto tiempo les faltaba para salir de
la guardia. Otros, por su parte, me miraban y con empatía me pedían el nombre y buscaban
mitigar el dolor y también mi angustia.
Por un momento me sacaron de la emergencia y
me llevaron a hacerme toda clase de pruebas, rayos x, radiografía, tomografía,
todo lo necesario para saber el diagnóstico. Cada tránsito de la camilla era un
dolor latente, un viaje mirando los techos y las luces vencidas de ese hospital
público a tres horas de Madrid.
En
el proceso de la radio, una enfermera sin mayor tacto me tomó y me dobló, pegué
un grito de ira y dolor. “¡Bueno, hay que hacerlo para saber qué es lo que
tienes!”, respondió iracunda. Yo con la misma le reclamé sutileza y le pedí
que no volviese a tocarme.
La invitaron a salir y llegó otra con más tacto, colaboré e hice todo
aquello que me pedían a pesar del dolor. Después de todas las pruebas, volví a la cama. El
médico de turno me dijo que estaban mis amigas afuera, pero que no hablaría con
ellas hasta tanto no supiese cuál era el diagnóstico. Ana Alicia tenía un
trabajo a primera hora, era necesario que se fuera... además ya eran las diez de
la noche. Era un peligro que se hiciera
más tarde y manejara sola durante tres horas a Madrid, sobre todo después de todo el shock por el que habíamos
pasado.
El
tiempo pasaba, estaba en la cama desnuda con una bata a medio poner, mirando el
techo; por donde miraba había rastros de sangre, rasguños, dolor. ¿Era el
momento de rezar?, ¿estaba en mi destino este accidente?, ¿quedaría mal?, ¿volvería
mi columna a ser la misma?, ¿perdería el privilegio de caminar? Seguía sin verme
la cara, seguía sin ver de qué magnitud eran los moretones. No sabía nada ni
de mi cara, ni de los daños de mi cuerpo. De cuatro metros de altura fue la
caída, decían. Recordé la cascada, las piedras; mi intento por salir del rio y
aferrarme a una piedra se me repetía como un bucle mental mientras miraba el
techo. No recé. Esperé sin pensamientos positivos o negativos, simplemente esperé.
Nathalia
se quedó conmigo. A las doce de la noche el
médico a cargo me dio el diagnóstico: fractura
de pelvis con un desplazamiento de 2 cm en el lado izquierdo, fractura del codo
izquierdo y politraumatismos. Ese fue el veredicto. “Para la caída que
tuviste, la altura desde donde te caíste y con la cantidad de piedras que estaban alrededor, definitivamente no era tu día”. Afortunadamente no era necesaria ninguna cirugía, tenía que guardar reposo al menos un mes. No
debía caminar ni apoyar la pierna izquierda. Debía mantenerme sentada o
acostada con una gran cantidad de calmantes para que la pelvis volviera a su
sitio. El médico fue a conversar con
Nathalia, mientras Andrea; una médico residente joven, hermosa y amable me cosió
la frente, una herida en la cadera y me colocó el yeso en el brazo izquierdo.
A la una de la mañana el médico me dio de alta porque, aunque estaba adolorida, todas las heridas iban a sanar con calmantes y con el reposo, insistió—si lo cumplía a cabalidad— volvería a caminar con normalidad.
Agradecí que fuera ese el resultado, sin embargo, era imposible irme a esa hora. No teníamos vehículo y yo estaba demasiado adolorida, cansada y Nathalia igual. Insistí en la posibilidad de ser llevada en ambulancia.
—Nosotros no podemos pedirte una ambulancia, si quieres una págala... y de verdad yo no puedo mantenerte aquí. ¿Te imaginas que mantenga a todas las pacientes mujeres en la noche solo porque tienen miedo? Y no, no me importa si me llamas machista.
—Claro que no te importa, porque eres hombre. Nunca has sentido miedo a ser violado, pero nosotros sí, y desde las 16:00 h de la tarde hasta ahora he sentido dolor. Nadie va a pararme de esta cama hasta mañana que consiga cómo trasladarme. No voy a agarrar carretera a esta hora.
—Puedo hacer una declaración jurada y decirle a un juez que te niegas a salir del hospital.
—Ningún problema, tú llamas al juez que quieras y yo denuncio al hospital. Como verás, ya que tú mismo me diste un mes de reposo, tengo todo el tiempo para pelear...
—A ver, ¡qué tampoco es el caso, qué no voy a buscar a un juez y tampoco puedo sacarte! Pero prefiero que en vez de estar en la cama estés en la sala de espera.
—No, y prefiero que me siga atendiendo Andrea. Es mujer y seguro es más empática que tú. Yo no me niego a irme del hospital, yo me niego a irme a esta hora después de haber sufrido un accidente a las cuatro de la tarde, ni siquiera me has dicho que debo hacer y que no. De nada habrá valido el costoso rescate en helicóptero si vuelvo a lesionarme o algo me pasa, se vale incluir la salud mental dentro de todo el proceso de un accidente.
Una hora después llegó Andrea, me informó que efectivamente me iban a trasladar a una habitación, pero que tenía que abandonar el hospital a las 12 del mediodía. Dejaron entrar a Nathalia para que se quedara conmigo hasta la mañana.
Nos
trasladaron a una habitación compartida con una anciana que roncaba en clave de
queja “ay ay ay”, se quejaba una y otra vez. No sabíamos si era una
queja, un ronquido o un sueño, pero lo repetía
con magistral y aterrador ritmo: "Ay ay ay". Mi teléfono lo tenía Natalia, mi hermana me estaba escribiendo; me comentaba que había ido
al médico porque le dio una taquicardia inesperada, como un ataque de ansiedad... como un mal presentimiento en el estómago, decía que quizás eran efectos secundarios post
COVID. No podía decirle que no era consecuencia del COVID, sino que su corazón
conectado con el mío supo que la muerte andaba empujándome. Le pedí a Nathalia
que le escribiera mientras yo le dictaba, le dije que estaba durmiendo y que me
fui a orinar cuando escuché el mensaje. Cuando me sintiera más tranquila le
diría la verdad.
Natalia
no pudo dormir en toda la noche y la poca dignidad que me quedaba la perdí en
un intento fallido por orinar en un pato (orinal) frente a Natalia y la
enfermera. Después de estar mas de 14 horas desnudas, siendo examinadas por mas
de diez personas, a mi vagina le entró miedo escénico y se negó a orinar. "Mañana
seguro amanecemos mejor y orinamos a solas", sentí que me decía mi aparato
reproductor femenino.
Al
despertar me sentí mejor, poco a poco intentaba sentarme y aunque con dolor y
miedo lo conseguí. Llegó el desayuno. A la señora que se quejaba le dieron café,
agua, frutas y a mí me dieron un pan muy
duro y con un café frío; tampoco me dieron la elemental botella de agua. En
cuanto llegó el traumatólogo de turno nos indicó que teníamos dos opciones en
cuanto a traslados: pedir una ambulancia por parte de la Jiménez Díaz, que es mi
hospital de referencia, o buscar una persona que pudiese buscarme. La primera
opción y según las mismas palabras del
traumatólogo serían unas interminables transacciones administrativas llenas de buró, que podrían alcanzar incluso los 15 días y quedarme en Cuenca todo ese tiempo. De
igual forma el médico insistió en que haría la gestión. Le dije a Nathalia que si en dos horas no
teníamos una respuesta le dijéramos Ana Alicia que viniera a por nosotros mientras yo probaba en ese tiempo levantarme, pararme, sentarme y orinar con
dignidad. Antes de que el traumatólogo se fuera me quejé del desayuno, porque
sentí que ese pan duro era un castigo por no acceder a irme en la madrugada; si
bien es cierto que las personas hospitalizadas tienen una dieta particular, no
creo que ninguna prescinda de un vaso de agua y de un pan en buen estado.
El médico insensato e iracundo se indignó.
—¿Cómo puedes reclamar el desayuno?, ¿tú no sabes cuánto cuesta mantener la sanidad pública en este país?, no te estamos tratando diferente solo porque eres de otro país, es lo que hay para ti. Este sistema nos ha costado muchísimo a los españoles, llegan aquí a exigir ¿De qué país vienes tú?, ¿sabes cuántos impuestos nos cuesta todo esto?
—Tu pregunta es un delito de odio, y nos cuesta a todos, seamos españoles o no. Yo también pago impuestos y tengo todo el derecho a reclamar, pero, sobre todo, reclamar un trato igualitario, porque yo no me fui ayer porque me encante dormir en un hospital; sino porque me parecía demasiado peligroso y estaba demasiado adolorida. Y no me vuelvas a preguntar de qué país soy, tu pregunta es denunciable.
—Si tú pagas impuestos estoy seguro de que no pagas tanto como pago yo, de verdad no entiendo la insensatez. Como quiera, ya solicito su traslado.
—Anda, pero que tampoco te estamos botando ¿eh?, que te puedes quedar un día o dos si estás muy adolorida, que venga... que el hospital no está tan lleno.
Respondió empática, educada, amable y por supuesto, ignorante del trato que había recibido de sus colegas anteriores.
Mientras bajé en el ascensor con Natalia en silla de ruedas pude verme la cara. Unos tres puntos suspendidos en la frente dejarían una pequeña pero significativa cicatriz a la que no tenía más remedio que darle la bienvenida, sentirla como un recuerdo, una vega del rio Cabriel. Mi ojo izquierdo tenía un morado como si el monumento natural se hubiese convertido en un maltratador y me hubiese golpeado a puño cerrado, una herida en el labio pequeño de mi boca era un peaje doloroso si buscaba reírme. En la cadera una sangría de comienzo de párrafo me cosía la herida por donde, según la socorrista, mi sangre perdía el control. En cada parte de mi cuerpo encontré una selfie morada de la guerra entre mi vida y el río que, como en las historias de Instagram desaparecerán, no en 24 horas... quizás en 30 días.
Lo
que no desaparecerá fue mi debut en la prensa local de Cuenca, como: “Trasladada mujer en helicóptero tras una caída”.
Como Ana Alicia es la que maneja, también manejó mi silla de ruedas hasta su coche. Mientras íbamos camino de vuelta a Madrid y a casa de Ana Alicia, donde me quedaré de reposo por un mes, pensé que en mi pacto tácito con los bichos debí haber incluido a los ríos y las piedras; que quizás y como en la vida, si no hubiese luchado tanto contra la corriente me hubiese hecho menos daño; que Dios es mujer y me quiere mucho para haberme salvado de una caída estrepitosa a 4 metros de distancia con una corriente furiosa; que Ana Alicia y Nathalia, más que amigas, son mi familia en este país; que la distancia no despista el corazón de mi hermana; que la xenofobia es otro río con mucha corriente y que este viaje para desconectar casi me desconecta por completo, así que para el próximo viaje, el destino lo elijo yo.
Nota
importante: esta crónica es real, aunque no puedo garantizar las horas exactas
de los hechos, el tratamiento y el contacto con el personal sanitario sí.
Comentarios
Por que nadie debe ser tratado así, mucho menos un médico a un paciente convaleciente. Te sugiero leas los derechos de los pacientes, presentes una hoja de reclamación y para el registro. Anota todo lo que recuerdes y tranquilamente puedes presentar tu denuncia, busca el nombre de médico por qué es información que deberás aportar.
Espero te sabes pronto. Ánimo!
Me fascina que hayas salido bien de todo este episodio y que pudieras escribirlo de manera magistral, pero cuídate mucho.
Saludos y espero mirarte pronto .. Nancy
Karlina eres magia, lamento muchísimo la experiencia y el dolor hecho tangible para cualquier lector por el que te tocó transitar, es indescriptible como en los servicios sanitarios encontramos posiciones tan ambivalentes que van desde la sublime empatía hasta la xenofoga y desorientada ecpatia. Espero que te recuperes pronto y el tiempo se haga leve para que todo vuelva a su lugar, un apapuche sanador